GRACIAS AL SACRIFICIO
DE LOS ESCLAVOS
EN EL CARIBE,
NACIERON LA MÁQUINA
DE JAMES WATT Y LOS
CAÑONES DE WASHINGTON
El Che Guevara decía que el subdesarrollo es un enano de cabeza enorme y
panza hinchada: sus piernas débiles y sus brazos cortos no armonizan con el
resto del cuerpo. La Habana resplandecía, zumbaban los cadillacs por sus
avenidas de lujo y en el cabaret más grande del mundo ondulaban, al ritmo de
Lecuona, las vedettes más hermosas; mientras tanto, en el campo cubano,
sólo uno de cada diez obreros agrícolas bebía leche, apenas un cuatro por
ciento consumía carne y, según el Consejo Nacional de Economía, las tres
quintas partes de los trabajadores rurales ganaban salarios que eran tres o
cuatro veces inferiores al costo de la vida. La historia de un grano de azúcar
es toda una lección de economía política, de política y también de moral.
Adam Smith decía que el descubrimiento de América
había «elevado el sistema mercantil a un grado de esplendor y gloria que de
otro modo no hubiera alcanzado jamás». Según Sergio Bagú, el más formidable
motor de acumulación del capital mercantil europeo fue la esclavitud americana;
a su vez, ese capital resultó «la piedra fundamental sobre la cual se construyó
el gigantesco capital industrial de los tiempos contemporáneos.
La Armada británica se lanzaba al asalto de los
buques negreros, pero el tráfico continuaba creciendo para abastecer a Cuba y a
Brasil. Antes de que los botes ingleses llegaran a los navíos piratas, los
esclavos eran arrojados por la borda: adentro sólo se encontraba el olor, las
calderas calientes y un capitán muerto de risa en cubierta. La represión del
tráfico elevó los precios y aumentó enormemente las ganancias. A mediados del
siglo, los traficantes entregaban un fusil viejo por cada esclavo vigoroso que
arrancaban del África, para luego venderlo en Cuba a más de seiscientos
dólares.
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