Sin duda hoy la filosofía no es la chica más guapa de la clase ni tampoco la más popular. Pierde horas en los planes de estudio y para colmo se la empareja en algunos cursos con Ciudadanía, lo cual es el mejor modo de fastidiar por igual ambas materias.
Yo creo que uno de los problemas principales del estudio de la filosofía es lograr entender de qué va o, mejor, cogerle la gracia: como los chistes. No es tan fácil. Isaiah Berlin empezó su vida académica como filósofo (era uno de los discípulos predilectos de Wittgenstein) pero luego dejó este primer amor para dedicarse a la historia de las ideas; cuando se le preguntó por las razones de tal cambio, repuso: “Es que quiero estudiar algo de lo que al final pueda saber más que al principio”. En efecto, la filosofía trata de cuestiones no instrumentales —como las que se plantea la ciencia— y que por tanto nunca pueden ser definitivamente solventadas: sus respuestas ayudan a convivir con las preguntas, pero nunca las cancelan. De ahí que quienes aconsejan con impaciencia a los filósofos acogerse a la psicología evolutiva o a las neurociencias sencillamente no entienden el chiste ni ven la gracia al asunto. Como bien indica Giacomo Marramao en Kairós (editorial Gedisa), “las interrogaciones filosóficas se sirven de la experiencia y no del experimento, y por ello sólo pueden utilizarse en los símbolos, metáforas, palabras clave con las cuales intentamos conocer la realidad en que vivimos”.
Representa la autonomía del individuo frente a veneraciones establecidas
Quizá la mejor caracterización de la inquietud filosófica es señalar que se ocupa de “las interrogaciones que a todos nos conciernen”, no en cuanto preocupados por tal o cual sector del conocimiento, sino en lo que toca a nuestro común oficio de vivir como humanos. Éste es el planteamiento básico sustentado por Víctor Gómez Pin en su Filosofía (Gran Austral, editorial Espasa Calpe), una introducción general a la materia que puede resultar ardua para quien apetezca simplificaciones de manual pero que resulta provechosa a cuantos crean que lo importante siempre resulta también exigente. Gómez Pin no rehúye partir de los avances de la matemática y otras ciencias, pero busca sin cesar establecer ese nivel común a la inquietud humana general que es propiamente filosófico. Porque no debe olvidarse —como bien dice Odo Marquard— que el filósofo no es un experto, sino quien dobla al experto: el especialista para escenas de peligro.
Otro camino de acercarse al chiste filosófico pasa a través de la vida y obra de algunos grandes pensadores. Las ediciones Marbot, que han iniciado recientemente con acierto y buen gusto su andadura, proponen dos libros excelentes a tal propósito. Cada uno de ellos está centrado en un filósofo, desde enfoques muy distintos aunque ambos bien logrados. El Séneca, de Paul Veyne, historiador del mundo clásico que estuvo muy vinculado intelectualmente a Michel Foucault, es un estudio magistral de la vida, obra y época del pensador nacido en la Córdoba primitiva. Nos narra la trayectoria humanísima y por tanto a veces contradictoria de un indagador preocupado con esa gran molestia intelectual y práctica: la dificultad de habitar el mundo sabiéndose mortal. En los días de Séneca, ser filósofo no era escribir tratados de filosofía ni mucho menos dar cursos de esa materia, sino vivir de un modo determinado: con deliberación y conciencia, luchando contra la rutina mimética que todo lo arrastra y nada se pregunta. Por otra parte, el Spinoza, de Alain, prescinde de la parafernalia historicista y de la mirada externa de comentador: resume en un inigualable prontuario lo esencial del pensamiento del valiente sabio judío como si fuera él mismo quien hablase sin intermediarios ni distancia académica. Durante muchos años, el libro de Alain ha constituido la base de gran parte de mis cursos y también —ayer como hoy— del pensamiento que me ayuda a vivir. Por suerte, la filosofía es una tradición de la que no debemos renunciar a nada: pero si debo quedarme con un solo compañero filosófico, que me dejen con Spinoza.
La filosofía nace con la democracia y representa en el terreno intelectual lo mismo que ella en el político: la autonomía del individuo pensante frente a las veneraciones inapelables establecidas. Quienes por razones espuriamente funcionales tratan de disminuir hoy su peso en la enseñanza, pretenden sin duda también la sumisión al poder incuestionado y no la mera eficacia laboral.
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