EL DERRAMAMIENTO
DE LA SANGRE Y DE LAS LÁGRIMAS: Y SIN EMBARGO, EL PAPA HABÍA RESUELTO QUE LOS
INDIOS TENÍAN ALMA.
La plata y el
oro de América penetraron como un ácido corrosivo, al decir de Engels, por
todos los poros de la sociedad feudal moribunda en Europa, y al servicio del
naciente mercantilismo capitalista los empresarios mineros convirtieron a los
indígenas y a los esclavos negros en un numerosamente «proletariado externo» de
la economía europea.
En tres centurias, el cerro rico de Potosí quemó, según Josiah
Conder, ocho millones de vidas. Los indios eran arrancados de las comunidades
agrícolas y arriados, junto con sus mujeres y sus hijos, rumbo al cerro. De
cada diez que marchaban hacia los altos páramos helados, siete no regresaban
jamás. Luis Capoche, que era dueño de minas y de ingenios, escribió que
«estaban los caminos cubiertos que parecía que se mudaba el reino». En las
comunidades, los indígenas habían visto
«volver muchas mujeres afligidas sin sus maridos y muchos hijos huérfanos sin
sus padres» y sabían que en la mina esperaban «mil muertes y desastres». Los
españoles batían cientos de millas a la redonda en busca de mano de obra.
No faltaban las
justificaciones ideológicas. La sangría del Nuevo Mundo se convertía en un acto
de caridad o una razón de fe. Junto con la culpa nació todo un sistema de
coartadas para las conciencias culpables. Se transformaba a los indios en
bestias de carga, porque resistían un peso mayor que el que soportaba el débil
lomo de la llama, y de paso se comprobaba que, en efecto, los indios eran
bestias de carga.
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