Cinco años antes, el dictador Porfirio Díaz había celebrado, con grandes
fiestas, el primer centenario del grito de Dolores: los caballeros de levita,
México oficial, olímpicamente ignoraban el México real cuya miseria alimentaba
sus esplendores. En la república de los parias, los ingresos de los
trabajadores no habían aumentado en un solo centavo desde el histórico
levantamiento del cura Miguel Hidalgo. En 1910, poco más de ochocientos
latifundistas, muchos de ellos extranjeros, poseían casi todo el territorio
nacional. Eran señoritos de ciudad, que vivían en la capital o en Europa y muy
de vez en cuando visitaban los cascos de sus latifundios, donde dormían
parapetados tras altas murallas de piedra oscura sostenidas por robustos
contrafuertes (107 Jesús Silva Herzog, Breve
historia de la Revolución mexicana, México-Bueno, Aires, 1960.). Al otro
lado de las murallas, en las cuadrillas, los peones se amontonaban en
cuartuchos de adobe. Doce millones de personas dependían, en una población
total de quince millones, de los salarios rurales; los jornales se pagaban casi
por entero en las tiendas de raya de las haciendas, traducidos, a precios de
fábula, en frijoles, harina y aguardiente. Las últimas décadas del siglo XIX
habían sido tiempos de despojo feroz para las comunidades agrarias de todo
México; los pueblos y las aldeas de Morelos sufrieron la febril cacería de
tierras, aguas y brazos que las plantaciones de caña de azúcar devoraban en su
expansión. Las haciendas azucareras dominaban la vida del estado y su
prosperidad había hecho nacer ingenios modernos, grandes destilerías y ramales
ferroviarios para transportar el producto. En la comunidad de Anenecuilco,
donde vivía Zapata y a la que en cuerpo y alma pertenecía, los campesinos
indígenas despojados reivindicaban siete siglos de trabajo continuo sobre su
suelo- estaban allí desde antes de que llegara Hernán Cortés.
http://es.wikipedia.org/wiki/La_muerte_de_Artemio_Cruz
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