DIEZ AÑOS QUE
DESANGRARON A COLOMBIA
Allá por los años cuarenta, el
prestigioso economista colombiano Luis Eduardo Nieto Arteta escribió una
apología del café. El café había logrado lo que nunca consiguieron, en los
anteriores ciclos económicos del país, las minas ni el tabaco, ni el añil ni la
quina: dar nacimiento a un orden maduro y progresista. Las fábricas textiles y
otras industrias livianas habían nacido, y no por casualidad, en los
departamentos productores de café: Antioquia, Caldas, Valle del Cauca,
Cundinamarca. Una democracia de pequeños productores agrícolas, dedicados al
café, había convertido a los colombianos en «hombres moderados y sobrios». «El
supuesto más vigoroso --decía-, para la normalidad en el funcionamiento de la
vida política colombiana ha sido la
consecución de una peculiar estabilidad económica. El café la ha producido, y
con ella el sosiego y la mesura»(79 Luis Eduardo Nieto Arteta, Ensayos sobre
economía colambiana, Medellín, 1969.).
Poco tiempo después, estalló la
violencia. En realidad, los elogios al café no habían interrumpido, como por
arte de magia, la larga historia de revueltas y represiones sanguinarias en
Colombia.
La violencia había empezado como un
enfrentamiento entre liberales y conservadores, pero la dinámica del odio de
clases fue acentuando cada vez más su carácter de lucha social.
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